El momento del chile y cómo echarlo a perder

El momento del chile y cómo echarlo a perder

Alfredo Troncoso

9 abr 2025

|

15 minutos

La Guerra

El oportuno alienígena imaginario que se paseara por los anaqueles de nuestras tienditas, las de México, pero también las de LATAM y hasta de EU, podría legítimamente concluir que nuestras tripas son el escenario de una violenta conflagración: crocantes y afiladas fritangas, packs radiactivos, explosiones nucleares, chiles de todos los colores y calibres…

Estaría en lo cierto, y por obvias razones. Cada vez menos gente cocina, la comida cotidiana de la mayoría es desesperadamente aburrida y la estrategia nostálgica de disfrazar lo que produjo la fábrica con abuelas y manteles a cuadros ya se la tragan pocos; la comida industrial necesita un revulsivo. 

Hay por ende una guerra entre los productores de esos concentrados portátiles contra la abulia gastronómica, los snacks. La guerra los aleja de los apacibles amarillos y celestes de las papitas de antaño, muy lejos de la nostalgia de la abuela, las garantías de origen y naturalidad, los apologéticos disclaimers de grasas o siquiera alguna aproximación alimenticia. En medio del aquelarre neón de los packs metalizados, nos dirigimos a un armagedón picante donde el snack se asume y ostenta, con creciente descaro, como chatarra.

¿Será por eso que en ese teatro de guerra las partes en conflicto asumen que el vencedor será quien se haga de un solo atributo? Para ello, echarán mano de todo cuanto sea explosivo y gastro-culturalmente transgresivo, todo en busca de ese atributo, ¡uno solo!: la intensidad. 

Se equivocan. 

El picor, el mexicano al menos,  se aviene mal con el Unique Selling Proposition del marketing. Aquí la intensidad es tan sólo una de las dimensiones del picor. Enfatizarla a expensas de las demás, y a nombre de una bravuconada de spring breaker, es escamotear el contexto cultural dentro del cual hace sentido. Es también, desde una perspectiva de negocio, reducir el gran momento de desarrollo de la gastronomía mexicana a una breve ola. 

¿Cuál momento? 

Cuando hace apenas una década el prestigiado chef Redzepi anunciaba en un artículo del NYT, “Mexico is the next great thing”, hacia explícito algo que se había venido cocinando por muchos años, a saber, el reconocimiento del poder de la gastronomía mexicana más allá de la mera exaltación de lo típico. Redzepi celebraba no sólo el florecimiento de la alta cocina en restaurantes de lujo, también, y fundamentalmente, la inusitada profundidad culinaria en prácticamente cualquier fonda o puesto callejero. 

No fue sólo un reconocimiento internacional en el mundo del lujo, fue un reconocimiento local en el que la humilde garnacha, la consabida enchilada, el ubicuo taco y los insignificantes tamales aparecían bajo la luz del privilegio de barrio.  “No es que esto me parezca rico sólo porque es mi tradición”, entre sorpresa y orgullo, los comensales de los puestos más escuálidos descubrían que su comida pobre era admirada, envidiada incluso, por el mundo entero. Comida con ingredientes pobres, retazos de carne, alguna hierba (esas que maravillaban a Redzepi, como la hoja de aguacate o el quintonil), verduras o leguminosas, aceites baratos o mantecas, queso si alcanza, tortilla de maíz y, distintivamente, “pa que amarre”, alguna salsa, por la mayor parte picante. 

El equívoco de la salsa picante

Antes de su vindicación internacional, y todavía hoy entre los que no entienden su contexto gastronómico, el chile mexicano pasaba por disfraz: “los mexicanos tapan el sabor de su comida con picante”, una estrategia para ocultar la pobreza de sus ingredientes. 

Se trata del prejuicio de quienes subrayan únicamente la intensidad del picor, aquellos que ignoran que para un paladar mexicano (¡o mexicanizado!), la salsa picante no es un distractor, sino lo que integra y exalta las diversas capas del sabor, sólo quien logra “amarrar” esas capas nos salva de la simplicidad, pecado capital en la gastronomía mexicana. 

En ese orden de ideas, abordar el chile y su picor desde la perspectiva de los grados de intensidad medidos en la escala Scoville, es tan reduccionista como abordar una pieza de Beethoven por los decibeles: Nos dice algo, sí, a saber, que Beethoven es un compositor ruidoso. 

También la cocina mexicana es ruidosa, explosiva incluso, pero con ello difícilmente agotamos su sentido, ni siquiera sus efectos. 

En efecto, a nivel fisiológico el picante hace mucho más con nuestros cuerpos (¡y mentes!) que irritarlos: acaloramiento, enojo (enchilamiento), anestesia, relajamiento, estimulación, loops de dolor/placer, dopaminas adictivas…

La clave del picor mexicano

A nivel cultural en cambio, si nos referimos, no a lo que el chile hace con nosotros, sino a lo que nosotros, degustadores mexicanizados, hacemos con el chile, la lista será infinita.  

Por un lado, la variedad de chiles y preparaciones da para décadas de especulación en torno a eso que deleita a semiólogos y antropólogos, la clasificación en ejes oponiendo salsas crudas o cocidas, caldosas o secas, verdes o rojas, dulces o saladas, con pocos o muchos ingredientes adicionales, jugosas o tatemadas... En medio de esa infinita variedad combinatoria, el mayor o menor volumen de picor en unidades Scoville será un detalle, una variable que dependerá del umbral de tolerancia a la capseína del degustador. 

Por otro lado, y crucialmente, la experiencia cultural del picor. 

Para quien no está acostumbrado, y para quien sólo lo consume como bravuconada, el picante es sólo dolor. Algo muy diferente ocurre con quien vive dentro de la cultura del picor, aquel que distingue entre “¡me enchilé!” y “¡pica bien!”

El gesto de quien acaba de probar un bocado picante, inhalando por una esquina de la boca, los ojos abiertos muy expresivos y ligeramente humedecidos a la vez que agita una mano y exclama: “no tiene madre”.

Ese gesto lo dice todo. No es la introspección del gourmet francés cerrando los ojos para capturar la experiencia, tampoco la del americano poniendo la mano encima del vientre para significar “tanque lleno”, se trata de un gesto que resume las polisémicas prioridades del botanero mexicano: abundancia de capas, alegría del placer compartido, explosiva sorpresa, misterio y novedad, reconocimiento a la preparación, complicidad… 

La comida podrá ser pobre, apenas 5 o 6 ingredientes, pero si pica bien no será nunca simple y repetitiva. En el país del horror vacui, donde menos es menos y más es más, el chile es el gran multiplicador de capas.

Habrá entonces mucha complicidad ante un picor transgresivo, sí, pero no por su exceso: si pica bien es que está dentro del umbral dentro del cual nuestro degustador se siente, venturosamente, a sus anchas. No pica a lo buey, pica bien, pica explosiva y misteriosamente. De ahí la mirada de complicidad: “¡te lo dije güey, aquí el taquero sí sabe!”, “¡esta salsa sí amarra!”. 

Lejos de la intensidad unidimensional por la que se pelean los productores de snacks, el picor mexicano es el “amarre” de una experiencia multidimensional que resulta suicida ignorar, la experiencia de un don integrador que se tiene o no, el don de la sazón. 

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© 1996-2022 de la Riva group. All rights reserved.

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